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lunes, 19 de abril de 2010

El rescate y el encuentro

Golding nos dice desde su profundo pesimismo que seremos rescatados sólo cuando nos encontremos a nosotros mismos. Es el propio Golding el que nos señala con su dedo acusador.

La agresividad criminal como uno de los instintos inherentes al hombre. La violencia de los niños como producto de la educación represiva de una sociedad que se sustenta en el castigo como valor y justicia final de toda ley.

¡ Las normas son lo único que tenemos ¡ exclama uno de los muchachos protagonistas de El Señor de las moscas, apelando, según el narrador, a su propio buen juicio.

Ante la falta de reglas la desazón del delito desaparece. Sin responsabilidades no hay sentido de culpa y, sin culpa, no hay madurez.

En un momento de la narración Golding estalla en nuestra cara una bomba de barrena:
"...Quizá haya una bestia (....) Lo que quiero decir es que..... a lo mejor somos nosotros"

8 comentarios:

Nrq dijo...

Querida Taz;

¿no le parece El Señor de las Moscas una novela con un ejemplo claro del por qué del nacimiento de una religión?

Tasmania dijo...

Es muy posible... sí... pero me resulta más impresionante de Golding es que no calza una moraleja, plantea cuestiones sin inclinar la balanza, libera al lector para que escoja su propia interpretación.... "El hombre es un lobo para el hombre"

Nrq dijo...

Hobbes

Lindo Gatito dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Lindo Gatito dijo...

¿Lo ven? Nuevo "toque" par apreciarles... o para apreciaros, amici miei, que mejor dejamos el tratamiento de usted para la ARGOS.

Nada menos hoy que la obra maestra de William Golding. Tengo en mi biblioteca una balda con volúmenes separados del resto. Son aquellos de los que nunca me desprenderé, aunque en esta edad de desapegos en la que me encuentro, muchos títulos han salido ya a la aventura del bookcrossing y otros seguirán, porque su relectura ya no me es imprescindible (mi hijo más joven se alarmó mucho cuando empecé a "liberar" libros. Le tranquilicé asegurándole que las obras completas de Giovanni Papini serán para él). En esa balda, uno de los títulos es, precisamente, "El señor de las moscas", esa pieza literaria fundamental, por más que breve, de tantos niveles de lectura.

Alusión ya en el título al Príncipe de los Demonios, Belcebú (literalmente: "Señor de las moscas"), el antiguo Baal Sebaoth que adoraban los filisteos.

O sea, el Diablo, por antonomasia.

Pero, como siempre, "escrutemos las palabras, que ellas saben cosas que nosotros ignoramos" (Lanza del Vsto).

Diablo, del latín diabŏlus, tomada del griego διάβολος: "El que desuno o calumnia" según el Corominas, que también nos indica como fuente diabállo ("Yo separo, siembro discordia..."), con ese "di" presente en "dividir", "disección", sugerente de dualidad impostda.

Esa es la trama de la novela de Golding, la emergencia de la división, la desunión, la discordia, como inevitable en el género humano, incluso en los más jóvenes e incontaminados hijos de Adan y Eva, que ya vienen al mundo con "el fruto" (¡que no la "fruta" y mucho menos la manzana, coñes!) del "Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal" bien mordido, masticado, deglutido e incorporado a su naturaleza, como os comentaba el otro día.

¡Menuda perspicacia y lucidez la de Golding! Sólo por esa joya mereció ampliamente el Nobel, con creces.

Lindo Gatito dijo...

Más, sobre el símbolo del "Árbol" el el Mito del Génesis.

Que la actitud del Creador no era la de una "advertencia" para probar "obediencia" alguna, como tanto se ha venido explicando, desatendiendo la dimensión metafórica del Libro, es casi una prueba la elección de la figura de un árbol.

Veamos: si la cosa hubiera sido de "obediencia" y "aquí mando Yo y pongo las pruebas que se me pete", tenían los autores del Génesis mucho más a mano otras fórmulas más domésticas: "De esta fuente no beberéis" (Por mucha sed que tengáis y cristalina que os parezca el agua. Ya tenéis por ahí riachuelos, así que no me os pongáis levantiscos), o "este animal no comeréis" (porque, sí, lo he creado Yo, pero es que os digo que es "sucio" y a Mí no me repliquéis), o "a este monte no subiréis" (ya tenéis otros, si os da por lo agreste; pero este, ni pisarlo que es Mío), o "de este huerto os zampáis lo que queráis, menos la habas" (que ya veréis la aerofagia que le va a dar al pobre Pitágoras y la manía que las va a coger)...

En fin... Pero no. Un árbol. ¿Por qué? Porque el árbol es casi el símbolo perfecto de lo fronterizo entre la tierra y los cielos, además de una figura morfológicamente simétrica en los planos vertical y horizontal... sí, en el horizontal también, si tenemos en cuenta la totalidad de la figura, que hunde su ramaje subterráneo en la tierra mientras que eleva sus raíces aéreas hacia las alturas... obteniendo alimento de los dos reinos, el de Hades y el de Apolo.

Lanza del Vasto llamó a los árboles, en insuperable tropo, "llamas mojadas", hijos de los imposibles esponsales del Agua y del Fuego, con características genéticas de sus dos antagónicos progenitores, esa Madre en la que surgió toda Vida ("Eva", del nombre hebreo "Hawaah", "la que da Vida"), merced a la cálida simiente de ese Padre que tiene en el Sol la fuente de su poder, que precisa de su opuesto (Agua vs. Fuego) para no ser estéril.

De modo que el "Árbol del Conocimiento de la Ciencia del Bien y del Mal" es una figura de lo más elocuente... plantado en medio de la humanidad toda, como columna vertebral de su condición "Original", esa que está en el origen de todos, en todos los tiempos.

Tal "Conocimiento" está en nuestro origen, lo poseemos en su totalidad. Pero en vez de tenerlo como fuente equilibradora de todos los pares de opuestos por los que inevitablemente discurrimos... ¡Nos lo comemos! Incitados, claro, por la astucia(simbolizada en el Libro por la Serpiente), esa facultad que nos provoca todas las sobredimensiones de nuestro ser.

Así, ese "Conocimiento" nos lo comemos, o sea, lo matamos, lo degradamos, lo digerimos y nos lo incorporamos... SÓLO EN FUNCIÓN DEL "FRUTO". Es el "fruto" lo que únicamente nos interesa, el provecho, la acumulación, la posesión, el poder. De ahí que sometamos, sojuzguemos, esclavicemos... para que el "fruto" crezca, se haga mayor y lo "disfrutemos" (Curioso, como en el vocablo "disfrute" se halle contenido también, el concepto del "fruto") como creemos, por esa distorsión de nuestra naturaleza, que tenemos pleno derecho, cuando el resultado se nos avisa que será "la Muerte".

No es una "maldición divina", sino la constatación de un hecho, como cuando un padre advierte a su hijo que no toque la llama de la vela, que se quemará. El niño la toca y se quema, pero no porque su padre le haya castigado de ninguna forma.

Tasmania dijo...

Fruto, semilla... Belcebú, el maligno, miedo, horror... son conceptos que -coincidirás conmigo Lindo- empapan la soberbia obra de Golding.

El miedo a los demás.
El miedo a los demás forja las normas, los límites, ¿Crees que podemos prescindir de las reglas?

Recuerda, Lindo, cuando uno de los chicos se pinta una máscara en el rostro. Entonces, el resto, obedece a la máscara y no al chaval. Es, como comentamos NRQ y yo misma el otro día, la derivación de la responsabilidad... la máscara que te libera de la vergüenza...

Y... ¿qué ocurre cuando las reglas las impone una autoridad irresponsable en cuyo rostro ha pintado una máscara?

Lindo Gatito dijo...

La "máscara", sí, efectivamente. Lo que envuelve a la "persona" (per sonat, o sea, lo que suena a través de), suplantándola.

Golding también incide en el preciso momento en el que Jack derrama sangre por primera vez, aunque sea la de una bestia (un jabalí, en la novela, cuya cabeza clavada en una estaca, pronto visitada por cientos de moscas, se erigirá en Totem de la tribu del cazador).

Naturalmente, el miedo como instrumento de poder y dominio. Ese ingrediente sin el cual no es posible explicarse, por ejemplo, la degradación moral de la sociedad vasca, que es la que me ha tocado ver muy de cerca desde hace tanto tiempo.

Arduo problema, el de una "autoridad" con poca o ninguna ciencia para procurar el augere, más empeñada en repintar su máscara para que tome preponderancia el ser conocido, mucho más que el humilde conocer, a todas luces más interesante.