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miércoles, 3 de noviembre de 2010

Arquitectura, cine y ciudad

La fragilidad del soporte cinematográfico es similar a la fragilidad de su patrimonio arquitectónico y aunque -en puridad- esta afirmación puede resultar antagónica, nuestra reciente historia confirma absolutamente este hecho.

Ciertamente, el soporte cinematográfico es tan frágil que la mayor parte del cine de la etapa muda se ha perdido parcial o completamente. De esta realidad, por suerte, hace ya más de 100 años se alzan voces de alarma sobre la necesidad de crear instituciones que conserven las películas como parte del patrimonio cultural de la humanidad.

Por el contrario, las ciudades han vivido como irremediable un triste proceso de desmantelamiento de su patrimonio arquitectónico cinematográfico.

Desde las primeras exhibiciones en circos, y a lo largo de estos más de cien años, el cine creó espacios sociales de enorme valor arquitectónico.

Pabellones primero y salones después. Los cines del modernismo como el extraordinario Odeón o el Royalty en Vigo, el eclectismo y los grandes templos del cine, como el vigués Teatro Rosalía Castro. La sobriedad del Art Decó y el magnífico Cinema Radio de Vigo, fiel reflejo del mejor Racionalismo de la ciudad.

Su fragilidad, al igual que la de las cintas que exhibían y por increíble que resulte, ha acabado con todos ellos. La mayor parte en tan solo veinticinco años.

Este es sólo el principio de una nueva posición colectiva ante las agresiones que no sólo el patrimonio cinematográfico, sino también el inmaterial, el etnográfico, el marítimo...el que parece más frágil, menos protegido, más vulnerable, sufre.

Para Langlois la mejor manera de conservar el cine era su exhibición. Sin duda alguna. La mejor manera de conservar el patrimonio arquitectónico cinematográfico es, precisamente, ponerlo en valor e iniciar un camino que, necesariamente, deberemos recorrer juntos.

Porque sólo desde el convencimiento de que debe ser una tarea compartida seremos capaces de evitar situaciones tan penosas como la desaparición del Tamberlick, el Odeón, el Cinema Radio o el Ronsel, el cierre del Cine Vigo y el Plata.... Espacios sociales en los que hemos vivido grandes emociones.

Lleva una dentro de sí muchas ciudades, muchos Vigos. Asfaltos caminados y piedras imaginadas. Ciudades de la memoria ahora perdidas. Una película rápida que descamina en el tiempo.

Cuando paseas por los mismos lugares en los que antaño apretabas el paso para llegar a tiempo a la sesión del Tamberlick, entonces, no puedes evitar elevar la mirada y recuperar, aunque solo sea por unos minutos, las emociones vividas en un espacio perdido.

Soy de la opinión -y ustedes lo saben- de que las personas amamos los objetos, necesitamos de ellos, como de los espacios, para revivir nuestros recuerdos. Y si como sabemos no es posible construir un futuro sin sustentarnos en el pasado, asumir los errores para no repetirlos ha de ser, necesariamente, una reflexión previa y compartida. Una responsabilidad común.

4 comentarios:

Louella Parsons dijo...

Querida Tasmania, todos buscamos recuerdos en aquellos lugares donde nos hicimos.
Y algunas veces, hace falta mucha imaginación para encontrarlos. El tiempo y el progreso mal entendido se llevaron por delante las referencias donde vivimos aquellos días luminosos de nuestra infancia y adolescencia.

Y en algunos lugares, el nacionalismo ha transformado de tal forma esos espacios y esos paisajes urbanos que en otro tiempo fueron nuestra “casa” que por más que busquemos volver a sentir las emociones que nos hicieron tan felices, no logramos encontrarlas.

(En mi pueblo había dos cines. El Gran Cinema y el Gurea. Ya no existen. Eran edificios emblemáticos. El sábado, precisamente, pasé delante de las ruinas del primero y me encontré con un descomunal socavón. Están haciendo un aparcamiento, me dijeron. El Gurea, por otro lado, hace años que se transformó en unas viviendas muy feas.)

Tasmania dijo...

El patrimonio urbano arquitectónico pone en evidencia la existencia de una identidad cultural.

Este paisaje cultural urbano resultante, semejante a un rompecabezas, nos brinda la idea de
identidad cultural de una ciudad, de su historia, de sus aciertos y fracasos.

El problema está en que o se protege todo, incluso lo que no vale nada, o arrasamos en nombre del desarrollismo.

Adoro el racionalismo arquitectónico vigués, por ejemplo, como adoro, también a Sabatini o a Villanueva y sus obras madrileñas.

Louella Parsons dijo...

Creo que escribí en esta zodiac que ya no reconocía Bilbao por todo lo que había cambiado en los últimos años, incluso dije que en esa transformación la ciudad había perdido su alma. Ese es el peligro, querida Tasmania.

Pues casualmente, unos días después escuché en RNE una conversación entre tres escritores bilbaínos en la que comentaban cómo abordar la ciudad de Bilbao en sus escritos.
Todos dijeron que no sabían cómo hacerlo porque en los últimos 20 años, Bilbao había cambiado tanto (físicamente y espiritualmente) que les costaba enfrentarse a ella. Uno de ellos se lamentaba de que no se sabía situar y que se sentía desorientado. Lo que más me gustó fue que la describió como ”cercana al simulacro”.
Fue un programa interesante salvo que presentaron a Bilbao como ”la ciudad del Guggenheim”. Con esto está dicho todo.
Creo que la transformación de Bilbao ha sido tal que ya no se le permitirá al visitante conocer la ciudad tal y como fue.

Pero, a pesar de todo, sí me gustaría resaltar el magnífico contraste que se ha logrado transmitir entre dos edificios nuevos pero ya emblemáticos situados sobre la Ría: el Guggenheim cubierto por planchas de titanio frente al Palacio Euskalduna cuya fachada es de hierro oxidado. Una forma de evocar el trabajo, el sudor y el esfuerzo de los astilleros Euskalduna, por un lado, y los barcos ya terminados navegando majestuosos por la Ría, por otro.

Noumenadas dijo...

Es contagioso el entusiasmo que muestra Tasmania al hablar de Vigo y el Cine. Comparto esas inquietudes, simétricas en mi caso (la ciudad del vino, en el Sur). También alcanza mi memoria a venerar aquellas salas (el Luz Lealas, el Delicias) donde vi en todo su mayestático esplendor, desde Barry Lyndon a La naranja mecánica, pasando por Casanova, de Fellini. Por no hablar de las múltiples salas de verano. Era además otro paisaje más entrañable y legendario. Luego vinieron los badenes, los w.c. públicos inservibles y abominables, los semáforos inútiles, todo un sinfín de pamemas urbanísticas demagógicas, que pretenden atosigar un espacio tan único, incluso con sus emblemáticos vestigios británicos.

Pero queda algo (no podrán con nuestro denodado esfuerzo combativo, como decía alguien hoy en el blog de SG), imperecedero, muy palpable en su gigantesca e invisible impregnación, que permanecerá por encima de influencias espurias, extrañas o indeseables. Eso en lo que nadie fuera de la pomada repara es lo que hace impresionante mi lugar de nacimiento y habitual estancia. Como el Duero, al llegar a Oporto, en "El valle de Abraham".