sábado, 12 de junio de 2010
N
He decidido, a ver cuánto me dura, que los sábados que me toque escribir en la Zodiac les voy a dar un respiro. El sábado aquel en que publiqué la entrada que recomendaba salir a la calle y disfrutar del sol, quedé especialmente contento y creo que seguir en esta línea es saludable. Así que los sábados, historias amables.
Apuesto a que ustedes han visto / leído El Señor de los Anillos. Como diría el humorista Iñaki Urrutia hay gente que te dice "Sí, yo (me) lo he leído tres veces y una de ellas en inglés". Yo he de reconocer que no lo he leído y que a la película le salva que tiene intensas las escenas de batalla. El resto es de una perfección punto más allá que aburrida. Es mi opinión y puedo estar equivocado. Pero me resulta gracioso una cosa, que es cuando a Viggo Mortensen le llaman "Aragorn, hijo de Arathorn, nieto de Arador".
Pues bien, yo soy N, hijo de N y nieto de N, también conozco a alguna rubia de ojos azules que es de caerse de espaldas, los sábados no me afeito y en cuanto acabe el post me voy a comprar una espada. Bueno, la espada mejor no, pero todo lo demás les juro que es cierto.
Pues les voy a contar la historia de mi abuelo N en una de las opciones que siempre da mi amiga P al contarte una historia; no por el lado largo ni por el corto, sino por el asimilable.
Mi abuelo N tiene una historia bien curiosa. Nace en un pueblo de invierno duro, dónde su padre era el más rico ya que tenía cuadras, una empresa de diligencias que operaba por el área del pueblo, caballos y distintos negocios que iban desde explotación de tierras hasta zapaterías. Por lo visto el señor, que no se llamaba N, tenía un momento de mal genio que se alargaba bastante y, en una de estas sacudió con una fusta a un mozo de la cuadra por ensillar mal un caballo. A la salida de la cuadra, el lacayo le esperaba con una piedra de tamaño respetable, desde una posición más alta y al paso del jinete la piedra se precipitó a 9,8 m/s2. Mi bisabuela queda viuda y va malvendiendo los negocios para poder ir avanzando con 5 hijos, pero N, que era el menor, a los trece años se marcha a Madrid a buscar trabajo porque la situación económica ya era insostenible, mientras que otro de sus hermanos emigra a Puerto Rico, dato que apunto para que vean qué rápido se pierden las posiciones ventajosas.
Mi abuelo llega a Madrid y encuentra trabajo como mancebo de la botica del Palacio Real, pero sabe que el futuro no está ahí y se pone a estudiar desde un nivel muy técnico y en sus ratos libres temas de contabilidad que luego pasarían a ser finanzas. Conoce a mi abuela en el metro un día al que ella siempre refería como el de una revelación. Dice que le miró a los ojos sonriendo y que le impactó tanto esa sonrisa y sobre todo esa mirada, los ojos, que tuvo muy claro en ese momento que debía estar con N. Yo no sé qué vio ella en él, pero sí puedo decir que la mirada que recuerdo de mi abuelo tenía generosidad, candor y un punto de sabiduría, como diciendo "fíate de mí, que yo sé de qué va esto". Claro que yo le conocí cuando él ya tenía una edad y una experiencia, pero sabiendo como era creo que puedo restar años a esa mirada y en lo que yo veía sabiduría mi abuela debió ver un algo de picardía y un mucho de seguridad.
Pues se hacen novios (ahora decimos "salen juntos" pero antes era de esa otra forma o "inician relaciones") y llega el momento en que mi abuela se lo presenta a su padre. Su padre, coronel del ejercito, era una de estas personas que reflejaba perfectamente esa enfermedad que se padece mucho en España que es la de la hidalguía. Descendiente de aristócratas, no había dado un palo al agua en su vida porque el señorito era demasiado señorito. Imaginen cuando aparece mi abuelo la de cosas que pudo decir de una persona que había llegado a los trece años a Madrid a trabajar como mozo de botica. N se le quedó mirando como preguntándose "¿Qué?" y le dijo a mi abuela "interesante persona, tu padre" y siguieron juntos.
Estalla la guerra y N las pasa durillas. En una ocasión ha que ir a recoger a los calabozos de la CNT a su cuñado por un altercado con un grupo de milicianos en un bar. Su cuñado, que había sufrido cirugía cerebral, era digno hijo de su padre y, encima, con una tara en la cabeza. N, cuando se entera, coge el carnet de un club de tenis muy similar al carnet del a CNT y allí que se va. Blandiendo el carnet, llamando a todo el mundo camarada y muerto del miedo por si descubren que él de sindicalista nada de nada, consigue sacarle de una muerte segura (era el 38 y las cosas no estaban para bromas) alegando que estaba mal de la cabeza y enseñando a los carceleros la cicatriz en la cabeza para que vieran que no se debían tener en cuenta las consideraciones de un loco.
Poco después, y por un comentario a una vecina sobre que los nacionales iban a tomar Madrid en breve, le llaman a filas, le hacen un consejo de guerra y le mandan al frente de la Universitaria. Por si cae en el frente se casa con mi abuela. Siempre tuvo a orgullo que en los asaltos no disparaba más que al aire o al suelo, estando seguro que en ningún caso mató a nadie.
Termina la guerra y los nacionales dictan una ley por la cual todo matrimonio celebrado en zona republicana no es válido. Imaginen la de despavoridos que hubo en ese momento. Pues bien, N se volvió a casar con mi abuela. A partir de ahí familia, veranos en su pueblo de origen y en el norte de España y una carrera en una multinacional dónde llegó a ser Director de Compras.
De esto último me enteré hace bien poco, pero en cuanto lo supe, llamé a mi amiga E, que es hoy en día directora de Compras de una multinacional y le dije "Oye, que mi abuelo también fue Head of Procurement".
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7 comentarios:
Las historias familiares de mi generación conectan en algún momento -normal- con la guerra civil. Sin embargo, es sólo una parte de "esa" historia pero cuaja, siempre cuaja.
Mientras mi padre, hijo de un prestigioso ingeniero huido a Francia, escalaba los silos para robar patatas en la Barcelona roja, mi madre, hija de militar, merendaba bocadillos de pan blanco en La Coruña.
Las dos Españas, que hoy vuelven a latir, nos llevan a los extremos, nos obligan a olvidar una fructífera historia... la de un país que ha parido a grandes hombres y mujeres.
Ya ves N, historias amables que nos traen recuerdos de los nuestros.
Una historia muy conmovedora.
Vivimos en un país tremendo, de puro azar, de visceralidad, de más odios que amores, aunque estos sean sublimes en su escasez y rareza, mientras aquellos siempre sean peores que infernales.
Pero la intranquilidad y los sobresaltos nos presiden, como se ve en el panorama actual, donde el zigzag y los mareos de perdiz políticos lo enturbian todo.
Eso sí, las historias actuales, con todo, son mucho menos épicas y líricas que la narrada tan justa y brillantemente en este post y que las que uno mismo podría relatar.
JuanTe;
la épica la hacemos cada uno. Se trata de que nuestros nietos vean épica en nuestros actos. Me he pasado la tarde del domingo pensando el¡n qué épica tiene mi vida y les puedo asegurar que hago lo posible porque mis nietos hablen con orgullo de mis actos. Me salva que no tengo ni hijos, pero eso no me salva de no dejar huella.
Cualquiera que me conoce un poco me ha oído decir (más bien, pedir) en alguna ocasión: "Que no tenga que vivir una guerra". Me atemoriza pensar cómo reaccionaría yo ante una coyuntura semejante, y me aterroriza pensar cómo reaccionarían otros (o creo que reaccionarían, que en esto, como en muchas otras cosas, no se puede sino hacer suposiciones difusas hasta que no llega el momento de 'retratarse', que dicen en mi tierra).
Pero tiendo a pensar que en general no estamos a la altura de nuestros antepasados en esto. Una mezcla de estoicismo existencial unida a la conciencia de clase (humilde, en el caso de mis abuelos) que les llevaba a actuar bajo lo que podría parecer un cierto conformismo, cuando en realidad era una sensata aceptación de las circunstancias, una especie de "así son las cosas" en lo público que fue, sin embargo, fieramente desafiada en lo privado por mi abuela, que empeñó (y se empeñó) todo lo que tenía para que sus hijos no tuvieran que trabajar en el campo.
Mi abuelo estuvo en el frente del Ebro. 'Afortunadamente' para él, le hirieron pronto y lo mandaron a casa, gracias a lo cual (o al menos, gracias en parte) hoy estoy aquí escribiéndoles esto. Jamás logré (ni yo ni sus hijos) sacarle una sola palabra de la guerra. Esto que les cuento es todo. Y quizá sea mejor así.
Pero su emotiva entrada me trae sobre todo el recuerdo de mi abuela. Cualquiera que me tiene cerca me ha oído decir (también), en más de una ocasión, que “yo tuve una abuela, y luego estaba la madre de mi padre”. Creo que con esto se hacen Uds. una idea. Mi abuela era la fuerza de la determinación hecha persona. Era moderna de pensamiento, hasta resultar chocante para su época (la recuerdo celebrando con un sentido ‘¡ya era hora!’ la Ley del Divorcio del 81, por ejemplo), y a pesar de no haber tenido estudios, siempre estuvo por delante de su entorno.
Mujer del norte, y por tanto de pocas palabras y afectos, era sin embargo de una lealtad casi animal hacia estos últimos, entre los que ocupábamos un lugar primordial sus nietas. Mi abuela jamás me llevó de paseo al Espolón, o de tiendas, o a merendar… pero en aquellos veranos largos en su casa nos dejaba ir a la huerta con mi abuelo a coger tomates, nos enseñó a hacer conserva (podíamos 'ayudar' en todo salvo hervir los botes al final), a coser, a estar en el balcón una noche de agosto ‘tomando la fresca’ por el mero placer de estar, de sentarse al final del día,… Soy consciente hoy de que todos esos momentos que pueden parecer insustanciales hilvanaron mi infancia de manera única, y me enraizaron fuertemente en la familia a la que pertenezco.
Creo que es el momento de dejarlo. Me estoy poniendo sentimental.
Gracias, abuela.
D. Juante dice:
"(...)de más odios que amores, aunque estos sean sublimes en su escasez y rareza (...)"
La épica puede estar (y más hoy día) en una gran historia de amor, querido Juante. De hecho, hace tiempo que pienso que es de lo poco por lo que vale la pena pelear.
Un ejemplo de épica en nuestros días (amargo, eso sí):
Doña Regina Otaola.
Señora, me quito el sombrero ante su coraje.
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