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viernes, 10 de diciembre de 2010

Estímulos

Y yo a lo mío... la actualidad pesa, demasiado incluso, por eso continuo con mis barrenadas que últimamente giran y giran alrededor del individuo y su comportamiento. El otro día le confesaba a un amigo que me encanta el picante, no demasiado, pero sí esa deliciosa quemazón que te deja en los labios un pimiento de padrón o unas aceitunas con chile.

Fijénse qué tontería. Pues esa conversación me ha llevado a una reflexión que, desde luego no es original, no descubro nada pero, a mi juicio, resulta interesante.

Verán, con frecuencia nos sentimos motivados a realizar actividades con las que no disfrutamos especialmente, como ir al gimnasio. Yo, por lo menos, no considero agradable esa actividad. Mucha gente hace cosas que aparentemente son más molestas que placenteras, lo que no quiere decir que sean masocas. Su conducta se explica en el proceso opuesto.

Me explico. A mucha gente, como a mí, le gusta la comida picante y condimentada. Bien, es cuestión de gustos. El proceso opuesto sostiene que lo que nos motiva no es la consecuencia inicial (en este caso la quemazón del picante) sino la consecuencia posterior.

A cada reacción le corresponde una reacción opuesta. Después de estar expuestos a determinado estímulo durante un rato, la sensación inicial se debilita meintras que la sensación contraria se fortalece. ¿Cuál es el proceso opuesto, la reacción antagonista, del picante de los alimentos?: el bienestar que produce la liberación de los analgésicos naturales con que el organismo combate el dolor, las endorfinas. De hecho, he leído estos días que el picante de los alimentos produce quemaduras químicas en la lengua que nuestro organismo alivia mediante la liberación de esos analgésicos naturales. Algo similar ocurriría con los deportistas, que después de trabajar duro en el gimnasio, sienten una extraordinaria sensación de bienestar.

Yo creía que disfrutaba de esos alimentos por el picante pero el proceso opuesto me lleva la contraria, me dice que no, que en realidad soy una yonkie de las endorfinas.

Sea, pues.

4 comentarios:

Jujope dijo...

El otro día probé, por primera vez, mermelada de jengibre. La primera reacción fue de rechazo y espanto. Ahora, cuando tengo el bote casi vacío, creo que se me ha convertido en otro nuevo vicio.

Artanis dijo...

Dña. Tasmania vuelve por do nunca realmente fuese. La otra Bitácora hablaba, casi en clave lacaniana, de nos y nuestro reflejo y de sueños en los que somos material de exposición.

Hoy de cómo encontramos el placer en provocarnos -en dosis homeopáticas- tortura, dolor, inquietud. De cómo nada sabe mejor que saciarse, casi hasta el borde del empacho, tras un largo ayuno, por ejemplo.

Tuve una conocida, de más que regular actividad sexual -que no por qué, afectiva- y que, de repente, pasó un par de años de castidad. No lo buscó. Se encontró con ello. O más bien, no lo encontró, puesto que nada físico ni mental le impedía ejercer aquello en que tanto placer hallaba.

Pero supongo que el día en que volvió a romper el precinto que -presumiblemente- le había resurgido, se desquitó. Conociéndola, no lloraría por el tiempo perdido (casi escribo, inadecuadamente, "por la leche derramada") pero creo que intento aprender de ella, como de otras personas con distintas adicciones, que la satisfacción ha de llegar con la adecuada frecuencia como para que no olvidemos qué es lo que la llama al escenario.

Louella Parsons dijo...

No entiendo yo muy bien eso de buscar tortura para luego sentirse mejor. Lo de las endorfinas del deporte es un vicio pero el deporte, en sí, aunque sea duro, es saludable, necesario y ayuda a dormir bien. Si no fuera así, ¿lo haríamos sólo por sentir placer después?

En otro orden de cosas, aunque hace mil años que dejé de fumar no sé por qué ultimamente me apetece mucho y pienso a menudo en ello. Y supero esos momentos diciéndome: ahora no puedo pero cuando sea una viejecita y ya me quede poco...me lanzo al estanco y aprovecho el tiempo perdido.

Unknown dijo...

Las endorfinas y las encefalinas...Quién nos lo diría hace décadas.
El picante, las aguas carbonatadas, la tónica-con su punto de quinina, la sustancia más amarga conocida-el alcohol, con su poder ansiolítico y finalmente, los opiáceos. Sobre estos últimos, tan consumidos durante milenios, llegamos a saber que existen receptores específicos en el cerebro para ellos, porque existen opiáceos endógenos que nos recompensan y mitigan el dolor.
Recuerdo un chiste que decía: Un hombre se topa con otro hombre que tiene su pene sobre un yunque y lo golpea con un martillo. Pero...¿qué está usted haciendo?
El otro le responde: Me estoy masturbando.
¿Y cuándo siente usted el placer?
¡No te jode, cuando dejo de darme golpes!
La vida es una sucesión de de placeres y tormentos, de belleza y fealdad, de escala de grises y color fascinante... Contraste, y las endorfinas están ahí para echarnos una mano.