Hay que reconocer que muchas veces los seres humanos nos comportamos como simples hormigas. Nuestro indiscutible instinto gregario guía de una forma u otra, tanto la manera de mostrarnos sumisos y uniformes a unos dictados coyunturales, como la inclinación irreprimible a huir de nosotros mismos.
Estos días se puede observar, sobre las siete de la tarde, un reguero de chicas envueltas en toallas con los colores de la bandera de España -Mundial de fútbol obliga- merodeando alrededor de las piscinas de las zonas residenciales. Aunque el tiempo climatológico sea todavía regular -más propenso para pillar resfriados- la cuestión radica en rendir culto al verano, que acaba de entrar de rondón, haciendo alarde adolescente de que la temporada acuática marca el tiempo de "impasse" entre la declaración de Hacienda y la vuelta al cole en lo único que nos une: El Corte Inglés.
Voy a reparar, no obstante, en otros fenómenos extrañamente asociativos, menos inocentes y aún más comunes y ramplones, de los miles que se producen en nuestra atrabiliaria y zaragatera sociedad española. Veamos, por orden de preocupante surrealismo:
En primer lugar, el estornudo estentóreo y en seco, dejando a su paso, todos los miasmas y bacilos que no hay en los escritos. Menos mal que lo de la gripe A fue un "fake", porque aquí la gente no se corta un pelo a la hora de emitir el consabido esputo o la tos atronadora, en la jeta del primero que encuentra a su lado, ya sea como mecanismo de defensa -los españoles competimos hasta para andar por las aceras- o como desprecio por lo ajeno.
El segundo fenómeno inveteradamente español, me tocó el pasado fin de semana, cuando no se me ocurrió otra cosa que acudir a un Media Markt, presa de puro aburrimiento y morbo por ver desfilar a los "tontos", a los que apunta el efecto boomerang de su jactanciosa y cateta publicidad. Y, por Dios que lo conseguí, sí: se me ocurrió la tontería de aparcar mi coche entre otros dos, nada más que por agenciarme algo de sombra, cuando había espacio suficiente, en otra batería despejada de aparcamientos, pero soleada. Observé, nada más caminar unos metros hacia la puerta, que un par de "troupes" de aspecto desaliñado y cretino se dirigían más o menos hacia donde había aparcado. Como había bajado la guardia, no me apetecía volver sobre mis pasos, pero presentí lo peor, que me arañarían el coche o vaya usted a saber. Pensado y ocurrido: a la vuelta ví despavorido cómo habían resfregado su destartalado coche contra uno de los alerones del mío. Supongo que, a lo mejor en el resto del mundo ocurre lo mismo -en las películas de la América profunda se aprecian cosas peores- pero tengo absolutamente claro que hay un ejército de hijos de su mala madre que están al acecho y que, en cuanto compras un coche flamante, te lo rayan de lado a lado con un punzón metálico que seguro que venden en los chinos. Y, de lo del roce con otro coche, existe una variedad exclusiva de los pijos, al menos donde yo paro: si aparcas en una gran superficie, cuyo aparcamiento esté completamente vacío, siempre aparece la típica ranchera que justamente estaciona pegado a tu coche e, indubitablemente, te hace un bollito al abrir la puerta.
Pero el tercer fenómeno, no por extraño, menos común entre los ruidosos y siempre inquietos españoles, es el de los bares. De ahí se podrían sacar toneladas de tesis doctorales. También me ocurrió el pasado domingo. Voy con una amiga a un bar y, de repente se sienta al lado un familión de dos parejas jóvenes y dos críos correteando. El acento de los cuatro -hablaban estruendosamente- no era andaluz precisamente y parecían cuadros técnicos de medio pelo, por la planta (y por el sitio). Pero el supuesto papá de uno de los cafres se queda de pie y empieza a hacer cabriolas y acrobacias con el mequetrefe, de manera que a punto está de darle en toda la boca, con el zapato asqueroso del niño, a mi compañera. A esto que empieza el tipo a olisquear la entrepierna del niño -que zarandeaba casi metiendo su cabecida en mi macetón de cerveza- a ver si se ha hecho caca o qué. Y, de forma instantánea, que reacciona una chica sentada dos mesas más allá con su novio y, quizás para congraciarse con el payaso del niño, o estableciendo esa falsa complicidad tan "apañola" de los que se la dan de samaritanos para tapar su mala conciencia, le pregunta en voz alta si quiere que lleve al niño al váter, porque lo del chavalín incrementado no podía esperar.
Tanto el dueño del local -que es amigo- como la camarera, estaban avergonzados y preocupados por la clientela espantada, porque no era la primera vez, al parecer, que estas nuevas parejas de jóvenes -muy probablemente surgidas de la LOGSE- montaban allí el numerito.
El que para quien esto escribe fue el mejor pianista del siglo XX, Sviatoslav Richter, decía que se oponía a hablar por teléfono porque no podía ver ni sentir a la persona interlocutora. Me alegra que hubiera alguien así, porque -salvando las distancias- soy de la misma opinión y actitud: detesto hablar por teléfono, sólo porque exista el aparato y porque todo el mundo haga lo mismo, como las hormigas.
miércoles, 23 de junio de 2010
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4 comentarios:
"...la cuestión radica en rendir culto al verano, que acaba de entrar de rondón, haciendo alarde adolescente de que la temporada acuática marca el tiempo de "impasse" entre la declaración de Hacienda y la vuelta al cole en lo único que nos une: El Corte Inglés."
Jajaja, D. Juante. ¡Cómo me ha gustado esto!
La cuestión radica, como se dijo aquí ayer, en la educación. En la que se adquiere en el colegio y (fundamentalmente) en la otra, la que cada uno aprende en su casa. Y no puedo estar más de acuerdo con Ud. en que esta última brilla cada vez más por su ausencia.
Cosa que mi madre (profesora de Educación Infantil en un colegio privado bien caro en zona residencial lujosa y, por tanto, con alumnos ad-hoc) me confirma cada año que pasa.
Lo cual no me consuela, precisamente.
Pues sí, amiga Patricia: estamos en sintonía.
Asistimos a cambios en los cimientos, que nos desconciertan y desasosiegan porque, siendo tan forzados, no nos permiten ni reaccionar siquiera. Lo encuentro todo cada vez más extraño, más inasible e inasumible.
Me da la sensación de que no sólo nos dirigen los medios de comunicación, siempre al arbitrio de los políticos, sino un sentimiento colectivo de decadencia que no nos permite ver el bosque (perdón por lo de "bosque", no sé si se trata de una trampa del subconsciente por el dichoso fútbol o una reminiscencia de una entrada de SG, pero creo que se entiende la aplicación del dicho.)
El quinto poder (Juante dixit) que a día de hoy está desinflado como los están los franceses con su selección, es un asunto peliagudo.
Entre lo que "educan" a nuestros hijos en los coles y la ausencia total de "educación" en los hogares criamos bichos tan desconocidos para nosotros como el insecto monstruoso e que se convirtió repentinamente Gregorio Samsa, el repugnante protagonista de "La metamorfosis" de Franz Kafka.
Juante, con su permiso, tengo intención de volver sobre este tema en próximas entradas.
Tómese toda la libertad del mundo, mi querida Tasmania. Faltaría más.
Fue gracioso (por no decir otra cosa, el episodio del bar). La camarera, toda acharada me comentó: "a veces los mayores somos peores que los niños".
Así que, adelante, Tasmania. Me parece que el tema da para largo y supone además un claro exponente de que esta sociedad en que vivimos ha perdido el oremus en lo esencial.
Un cordial saludo.
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